Voy a intentar escribir esto sin hiperventilar, porque todavía no sé si fue real o si sigo atrapado en un episodio de Black Mirror.
Todo empezó con Rubén, mi colega de la uni, que nos soltó un mensaje en el grupo de WhatsApp con una frase que debería haber sido una red flag gigante:
"Hermanos, esta noche, en el Hotel Majestic de Madrid, habitación 804. Confíen."
Claro, como somos unos descerebrados, en lugar de hacer preguntas, solo respondimos con GIFs de monos asintiendo. Llegamos al hotel a la 1:30 a. m., nos recibe Rubén con una bata de seda roja y una copa de coñac en la mano. Detrás de él, luces tenues, velas aromáticas y una pantalla gigante con una imagen de Nicolas Cage mirándonos fijamente.
"Bienvenidos, hermanos. Esta noche es especial."
Hasta ahí, la cosa ya pintaba rara, pero lo peor estaba por venir. Nos sentamos en círculo sobre cojines de terciopelo (¿de dónde coño sacó Rubén tantos cojines de terciopelo?) y entonces empezó la ceremonia. Música instrumental de fondo, incienso que olía sospechosamente fuerte, y una frase que quedará grabada en mi mente hasta el día de mi muerte:
"A partir de ahora, somos uno."
No sé en qué momento pasamos del desconcierto absoluto a un sentimiento de hermandad primitiva. Lo que empezó como risas nerviosas y apuestas ridículas acabó en un nivel de coordinación que haría llorar a un director de orquesta. Hubo cánticos. Hubo un trance colectivo. Hubo un momento exacto a las 3:47 a. m. en el que todos hicimos contacto visual y entendimos algo que jamás podremos explicar con palabras.
A las 5:12 a. m., salimos en completo silencio, como si acabáramos de ver la cara de Dios. Rubén solo mandó un mensaje al grupo esta mañana:
"Hemos ascendido."
No sé qué pasó anoche. No sé si quiero saberlo. Solo sé que ya no soy la misma persona que era ayer.
Si alguien ha vivido algo parecido, que me diga cómo se supera esto.