Uno de los nidos que aún soporta mi peso y mis graznidos se halla en una barriada popular céntrica. Ésta fue levantada en tiempos franquistas como viviendas de protección oficial, para acoger a personas desfavorecidas y a familias trabajadoras poco cualificadas. Hoy en día ocupan estas casas descendientes de dichas familias y una variopinta gama de personajes, desde profesionales de clase media acomodada (al menos, lo era antes de la debacle recortadora efectuada por el Partido Popular) hasta grupos de inmigrantes.
En la parte trasera hay una zona ajardinada, a la que sombrean un puñado de venerables pinos y, tras ella, otra fila de viviendas gemelas. Desde la ventana de mi cocina se divisan las ventanas traseras y una balconada de las moradas de enfrente.
En el primer piso habita un matrimonio típicamente español, bien entrado en la cincuentena. Desde mi nido sólo puedo otear su terraza abalconada, la puerta de su cocina y la ventana del salón. La parte izquierda de la terraza la tienen llena de flores y arbustos, con unos tiestos que mima la dueña de la casa antes de que apriete el sol. A la derecha, la señora se ha montado una tablazón para proteger un hornillo, en el que acostumbra a cocinar. Se ve que lo que es propiamente la cocina, con todos los supuestos muebles y electrodomésticos, la tiene de adorno para mostrarla a las visitas. Inmaculada, sin duda.
El marido parece bien adiestrado: sale a fumar al balcón, apoyado en la baranda, disfrutando del parque desde su atalaya. El buen hombre gusta de acompañarse de una lata de cerveza o un vaso de vino. Debe de estar ensayando el arte de la telequinesia o cómo mover objetos con la mente: no mete las latas vacías a casa, sino que las va dejando en una repisa. Hasta diez llegué a contar en cierta ocasión. Parece que al señor le debe de funcionar de cuando en vez lo de la telequinesia pues, al cabo, desaparecen las latas vacías de su repisa y ésta está de nuevo expedita para seguir mostrando como trofeos las cervezas que se toma mi héroe.
La señora es muy hacendosa, y todos los días, sin fallar, antes de que salga el sol, barre y friega toda la casa, terraza incluida. Una vez acabada la limpieza, agarra el cubo con el agua sucia y tira su contenido al jardín, sin previo aviso. La vecina del bajo la suele increpar llamándola guarra, pero mi heroína no se arredra y sigue impertérrita con su higiénica costumbre. Se ve que también quiere mantener cual los chorros del oro su inodoro y no lo va a emporcar echándole el agua sucia de fregar su casa. Así que, haciendo lo que ya hicieron sus ancestros en tiempos romanos y medievales, arroja sus desechos a la vía pública. En mi buena fe, deseo creer que lo que va en el cubo es sólo agua sucia.
Mi heroína tira también al jardín las migajas que se quedan en el mantel tras la comida y variados desperdicios. Del mismo modo que su esposo se extasía fumando, ella lo hace pelándose una fruta y arrojando las mondas a la calle.
Sí, por mucho que me duela, he de reconocer que mis héroes y vecinos son unos guarros. Pero también que no son una excepción en la sociedad hispana que vivimos. Habitamos un país de guarros. Guarros que llenan los parabrisas y buzones con folletos de propaganda, entre los que abundan los de fornicio y allegados. Guarros los que agarran éstos de sus limpiaparabrisas y los arrojan, sin más, al suelo. Marranos los que fuman en la calle y tiran sus colillas o gargajos a la vía pública, aunque tengan un cenicero o una papelera adaptada al lado. Puercos los que se juntan para hacer un botellón y dejan el desdichado sitio en el que se reúnen convertido en una cochiquera, emporcada por sus desperdicios, vómitos y excrementos. Gorrinos supinos los alfalfabetos que van dejando su miserable huella en forma de grafitos horrendos en fachadas, árboles o lugares de especial belleza histórica o paisajística. Gochos los que en los aseos públicos mean en todos los lados menos en la taza del urinario, convirtiendo éstos en arroyo inmundo. Los que en bares o mesones arrojan sus porquerías al suelo, aunque tengan al lado una papelera del tamaño de un lebrillo. "Maiali di merda", les ladra mi amigo Melchiorre desde su barra del Baretto, aseverando que no ha visto gente tan puerca ni en Nápoles o Palermo, que para él deben de ser el acabóse en cuanto a civismo. Y, sobre todo, más que puercos, repugnantes los dueños de mascotas que permiten que éstas excrementen donde les plazca y dejan sus mierdas 'in situ', como sello de su cochambre personal. Si fueran sus mascotas las que los llevaran encadenados y con bozal, seguro que ellas sí recogerían sus deposiciones y las arrojarían a un contenedor.
Los dioses me han castigado enviándome dos descendientes íntegros, honestos y cabales, que han de nadar contracorriente en esta sociedad. Más de una vez, recorriendo con ellos espacios históricos o naturales perdidos de la mano de Dios, a kilómetros de la civilización, han encontrado desechos dejados allí por los nuevos bárbaros. Desobedeciéndome, los han recogido y transportado durante todo el trayecto hasta depositarlos en sus correspondientes contenedores.
No sé si irritarme con ellos o estar orgullosos de su compromiso y coherencia con los valores de respeto para sus semejantes y el medio ambiente, que desde su familia y su grupo de exploradores 'scout' les hemos transmitido.
Lo que sí tengo claro es que esta costumbre de emporcar todo lo que nos rodea, máxime si es público, es síntoma de una sociedad enferma. De una sociedad que no se respeta a sí misma. Y de una sociedad tan enferma e irrespetuosa salen engendros como el último González, Aznar, Zapatero yRajoy, metástasis que acaban devorando cuanto de bueno haya en ella.
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