"Había una vez una encantadora niña, muy apreciada en el bosque, a la que por ir siempre cubierta con una capucha roja, en un alarde de creativa imaginación, todos llamaban Caperucita Roja.
Un día, su madre, pidió a Caperucita que cruzara el bosque y le llevara a su abuelita una canastilla con alimentos. Como hacía frío, ya se estaba haciendo de noche y no era muy recomendable pasear por el bosque a esas horas, también le rogó a Caperucita que no se entretuviera por el camino y que estuviera alerta porque se decía que un feroz y hambriento lobo andaba al acecho.
Obediente, como era Caperucita, le aseguró a su madre que seguiría sus sabias recomendaciones y que no se preocupase, que ella sabría cuidar de sí misma y nada le sucedería.
Con su inconfundible capucha y abrigo rojo Caperucita se internó en el bosque. Iba cantando una hermosa canción que sólo interrumpía para escuchar los últimos trinos de las aves, ya de retirada, y recoger algunas lindas flores que también llevar a su abuelita.
De improviso, una oscura y amenazadora silueta cruzó entre los árboles. Obviamente, sólo podía ser el lobo, pero Caperucita, que también había advertido la sigilosa sombra deslizándose a sus espaldas, ingenua como era, la atribuyó a algún simpático animalillo que, tal vez, a causa de su timidez no tenía deseos de dejarse ver. Ni siquiera cuando el escalofriante aullido del lobo rompió el silencio de la noche como presagio del horror que se avecinaba, reaccionó la candorosa niña que dio en suponer al viento la lúgubre advertencia.
Ajena al peligro que corría, Caperucita siguió cantando y recogiendo flores por el bosque hasta que, súbitamente, se encontró delante al lobo feroz.
Con la boca abierta, jadeante, mostrando sus colmillos, por supuesto, sedientos de sangre, el enorme lobo le interrumpió el paso.
-Hola Caperucita -saludó el lobo- ¿Y qué haces tan tarde por el bosque? ¿Es que nadie te ha dicho que no es prudente andar a solas y a estas horas por aquí?
Era tal el candor de Caperucita que ni la voz aguardentosa del lobo pareció inquietarle.
-Hola… Tú debes ser el lobo ¿verdad? ¿Y cómo sabes mi nombre?
El lobo sonrió siniestramente. A pesar de su voraz apetito, tanto le divertía la inocencia de la niña que, en lugar de devorarla de una vez, optó por conversar con ella.
-A mi también Caperucita, cuando era un pequeño lobezno, mis padres me contaron cuentos. De ahí es que te conozco. ¿Y a dónde es que vas? ¿Y qué llevas en esa canastilla?
-Voy a ver a mi abuelita para hacerle compañía un rato. Y le llevo comida porque la pobrecita ya tiene muchos años y está muy sola.
-¿Y vive cerca tu abuelita? -preguntó el lobo relamiéndose de gusto.
-Sí… un poco más allá. -indicó Caperucita con la mano el camino- Ya no falta mucho. ¿Quieres venir tú también?
-Sí, es una buena idea. Tal vez me pase por allá…después. La verdad es que tengo mucha hambre y no sé si el bocado que tengo a la vista acabe por saciar mi hambre.
Tan cándida era Caperucita que creyó que el lobo, cuando hablaba de comida, se refería a su repleta canastilla, así que no dudó en ofrecerle al lobo algún alimento.
-Si tanta hambre tienes…yo te puedo invitar a comer alguna cosa. ¿Te gusta el chorizo?
-Trae acá -contestó el lobo al tiempo que arrebataba a Caperucita el embutido que le ofrecía.
Antes de que terminara de digerirlo, Caperucita también le brindó un pastel de patatas con pollo que llevaba en la canastilla y que siguió el mismo camino que el chorizo.
Por aquello de mejor comer sentados, Caperucita desplegó sobre la hierba un mantel a cuadros blancos y azules con que cubría los alimentos, y siguió ofreciendo al lobo más y más comida.
Minutos más tarde, ya el lobo había dado cuenta de otro pastel de arroz, de doce albóndigas, de seis huevos duros con bechamel, de tres latas de atún, de una docena de espárragos, de un plato de garbanzos y otro de macarrones, de una ensaladilla rusa, de veinte tortas de maíz…
Sentado frente a Caperucita, que insistía en seguir sacando de su surtida canastilla nuevos manjares, el exhausto lobo hasta hizo ademán de darse por satisfecho.
-No, por favor, no. Gracias Caperucita… ya está bien.
-¡Pero tú tienes que probar estas empanadas! -insistió la niña- Las ha hecho mi madre y son riquísimas.
Conforme iba disminuyendo el tamaño de la canastilla, aumentaba groseramente el perímetro abdominal del lobo que ya no sabía cómo explicarle a Caperucita que no deseaba seguir comiendo.
-Piensa en tu pobrecita abuelita Caperucita… -argumentó el lobo- A este paso no le va a quedar nada y yo ya estoy satisfecho, de verdad…creo que he comido por toda la semana.
-No te preocupes por mi abuelita que Dios proveerá. Siempre aparecerá algo que llevarse a los dientes y tú tienes que alimentarte bien, que no es fácil sobrevivir en el bosque. Vamos, prueba estos deliciosos tacos de jamón serrano… y estas croquetas de bacalao… y estas patatas fritas…
El lobo, al borde del colapso, aún siguió complaciendo a Caperucita y dando cuenta de un plato de callos, otro de habas y uno más de lentejas.
-¿Es que esa canastilla es inagotable? -se extrañó el lobo- mientras a duras penas terminaba de engullir una morcilla.
-¿Y para que tienes esos dientes tan largos? -mostró sonriente Caperucita el infalible postre del festín- Estas trufas se deshacen solas en las fauces… Son riquísimas.
-Pero tú que pretendías… ¿reventar a tu abuelita? -preguntó el lobo rechazando las trufas- Lo siento Caperucita…pero ya no puedo más. Si al menos tuviera agua para mejor acomodar la ingesta en mi estómago. Creo que soy yo el que va a reventar.
-¿Agua? ¿Quién dice agua? ¡Vino es lo que tengo!
Y dicho y hecho, Caperucita extrajo de la canastilla una botella de vino que el lobo se bebió sin respirar.
Cuando hubo terminado, el lobo feroz, luego de eructar sobre el mantel, puso sus ojos en blanco y cayó redondo al suelo, inconsciente, para nunca volver a levantarse.
Como pudo, Caperucita recogió el mantel, guardó las trufas en la canastilla junto a las flores que había ido recogiendo, y arrastró al lobo por el rabo hasta la casa de su abuelita.
Cuando la abuelita vio llegar a Caperucita salió feliz a su encuentro.
-¡Niña… cuanto has tardado!
-Pero valió la pena. -abrazó Caperucita a su abuelita- Mira lo que te traigo.
-Dos horas más tarde, luego de que hubieran asado al lobo en puya, Caperucita y su abuelita, entre risas y cuentos, disfrutaron de un suculento banquete al que no le faltó el detalle de las trufas.
-Por un momento temí que también nos dejara sin postre -reconoció Caperucita- aunque no hay nada mejor que un buen lobo relleno.
-Vas a ver que pronto viene otro al bosque -contestó la abuelita mientras se las ingeniaba para masticar sin dientes una pata del lobo"
Moraleja: en ocasiones aquellas personas que creemos que son las buenas (porque nos lo han dicho) en realidad son las malas y, encima, las más perversas.