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En julio, las acciones de Netflix valían más de 200 dólares. Ahora, con el mercado en el que cotizan (el NASDAQ, especializado en empresas tecnológicas) en máximos de una década, no llegan a los 85. Netflix, la empresa que asesinó a Blockbuster (literalmente) y humilló a Apple y a Google, parece en peligro de cometer suicidio corporativo.
Y todo, por querer explotar más de la cuenta al cliente.
Es un ejemplo de crisis autoinfligida: hasta septiembre, Netflix cobraba 9,99 dólares al mes y a cambio ofrecía barra libre de DVDs y películas en 'streaming'. Los DVDs los enviaba por correo en sus característicos sobres rojos, que se han convertido casi en un elemento más de los hogares estadounidenses, como el propio ordenador o el 'smartphone'. El usuario veía los vídeos, los metía en un sobre y los devolvía.
Hasta que hace cinco meses, Netflix decidió explotar al cliente. Para ello, creó dos 'paquetes'. Con uno, por 7,99 dólares, se tenía derecho a todos los DVDs del mundo pero (y ahí estaba la diferencia) no se podía tener 'streaming'. A cambio, quien quisiera seguir con el mismo modelo, tenía que pagar 15,98 dólares. O sea, un aumento del 60%. Lo único que conseguía el usuario era un nombre más molón para el servicio: en vez de Netflix, el nuevo sistema de entrega de DVDs se llamaría Quickster.
El resultado ha sido espectacular. Netflix perdió en un mes un millón de clientes. Sus acciones se desplomaron un 75%. Y lo que hasta entonces había sido todo un modelo de adaptación de la industria cultural a la era tecnológica quedó al borde de una crisis de liquidez. Netflix había adoptado la digitalización de contenidos, mientras las empresas de cine y televisión la habían combatido de la forma más cerril posible. Había ofrecido un servicio fácil de usar, a un precio asequible, y había transformado la industria y demostrado que la industria cultural de pago puede vivir en la era de internet.
Hasta que demostró la misma soberbia que los dinosaurios a los que había derrotado. De hecho, y casi en un esfuerzo por demostrar que no había aprendido nada de los errores ajenos, la empresa había decidido crear dos páginas web: Netflix, que se ocuparía del 'streaming'; y Quickster, para los DVDs. Si una de las virtudes del sistema que le había dado el éxito era la sencillez de su web, Netflix había decidido complicársela a los usuarios. "Estoy en una reunión con inversores en Wyoming. Necesito a un 'catador' de mi comida", escribió el consejero delegado y fundador de Netflix Reed Hastings, en Facebook en octubre. Efectivamente, Hastings corría riesgo de que alguien pusiera una seta envenenada en su almuerzo. Podía ser un inversor. O un cliente. Claro que de estos últimos, a Netflix cada vez le quedaban menos.
Hastings no se podía permitir esa sangría de usuarios, y en octubre dio marcha atrás. De lo contrario, Amazon podría haberle arrebatado el liderazgo del alquiler de DVDs y de streaming. Pero la imagen de Netflix ha quedado pulverizada. El error de este otoño ya ocupa un lugar destacado en los currículos de las escuelas de negocios de EEUU, equiparable a la catástrofe de Coca-Cola con la New Coke en 1985. En este caso, sin embargo, el error es todavía más grave, porque Hastings cometió las mismas equivocaciones que sus competidores habían perpetrado. no aprendió en cabeza ajena y ahora tiene ante sí la durísima tarea de recuperar el terreno perdido frente a una competencia que ha aprovechado a la perfección su fallo.
EL MUNDO